Axie Infinity parcelas blockchain
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Axie Infinity: la compra de parcelas digitales en blockchain y la ostentación virtual 

La finca Génesis, situada en la plataforma Axie Infinity, ha sido adquirida en ethers por un valor aproximado de millón y medio de dólares norteamericanos. Hasta aquí y con independencia de las características del bien adquirido –dimensiones, ubicación, servicios, productividad, catalogación del suelo, edificabilidad, etc.- la noticia parece, incluso, anodina. Tal vez de algún interés para los profesionales del importante mercado inmobiliario.

De un anodino gris se pasa a la sorpresa, si la referida finca es caracterizada compuesta por nueve parcelas de tierra digital. Algo que nos introduce en otro mundo. El del juego, las simulaciones; pero, también, el del dinero y las inversiones. Todo digital. Se ha pagado con dinero digital una tierra digital.

Secularmente, la tierra ha tendido a ser el bien vertebrador de la economía y la sociedad. Para los fisiócratas, la productividad de la tierra era la principal fuente de valor económico, dado el carácter estructurante que daban a la agricultura. Pero es difícil pensar en tractores roturando esta tierra digital. Todavía más difícil imaginar sus frutos, cereales, legumbres, hortalizas o cualquiera otra especie botánica con salida en los mercados de materias primas. Y eso que la imaginación financiera es enormemente creativa.

Axie Infinity y las parcelas digitales en blockchain

Por lo tanto y siempre con las debidas precauciones, habría que rechazar la producción agrícola como objetivo de esta inversión. Al menos, hasta que las entidades digitales puedan alcanzar nuestros sentidos del gusto o el olfato y nuestros estómagos o los de animales a los que alimentar o energías que generar. Y eso que la industria alimentaria también es enormemente creativa, capaz de producir y distribuir bienes que se parecen a otros bienes que nuestros antepasados disfrutaron y solo algunos exquisitos pudientes tienen actualmente acceso a ellos. Así, simulamos que comemos tomates y otras frutas y verduras, como si fueran tomates y esas frutas porque tienen la forma de sus originales. Pero, al fin y al cabo, terminan en el estómago de alguna especie animal, incluida la humana.

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Ante las circunstancias de esa adquisición de tierra digital, no se trata de decir que el rey está desnudo. Tampoco de exclamar el “ils sont fous ces romains!” de Obelix. Ya sabemos que un terreno virtual es un terreno virtual. Tampoco se trata de hacer populismo y rasgarse las vestiduras, realizando juicios morales sobre tal decisión. Habrá que hacer un esfuerzo de interpretación. Como, hasta ahora, nadie me lo ha explicado de manera convincente, intentaré llevar a cabo la empresa personalmente.

El comportamiento nos puede parecer absurdo e incluso inmoral. Desde la razón, concretada como sentido común, el comportamiento parece poco razonable. Aparentemente la cosa tiene poca lógica o, como se apresuran a justificar sus defensores, hay que entenderlo desde la ficción.  Estamos ante mundos emergidos de la ficción. De otra lógica distinta.

Se pone al escritor de ciencia ficción Neal Stephenson como autoridad de referencia en este asunto. En su novela Snow Crash, alumbró mundos alternativos, ficciones dentro de la ficción, a las que los personajes accedían para evadirse de las durezas de la realidad. Realidad, claro está, de novela, también ficcionada. Por lo tanto, espacios imaginarios donde ya no mandan las reglas de la lógica de la condición humana, con su materialidad y a la que nos hemos acostumbrado por la rutina de los siglos.

Las distintas concreciones de lo imaginario siempre nos han posibilitado resistir los rigores de eso que llamamos realidad, especialmente cuando nos aprieta. Cuando la realidad duele, es más realidad. Como canta Johnny Cash, el dolor es: “the only thing that’s real”. Afortunadamente, cuando la realidad duele, tenemos mundos imaginarios, donde se construyen utopías, ideologías, ficciones o, como en este caso, espacios en los que es posible invertir.

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En cualquier caso, parece que vivimos tiempos que, como se pone de relieve en la propia narración de Stephenson y en multitud de narraciones de ficción y no-ficción, la separación entre lo virtual y lo calificado de real es cada vez más débil. Por otro lado, son los comportamientos aparentemente absurdos las ventanas privilegiadas para nuestro análisis de las lógicas que atraviesan lo social. De la misma forma que lo inmoral desnuda las bases de nuestra moralidad.

Volvamos a la tierra. A la tierra digital. Tener un patrimonio ha sido sinónimo de posesión de tierras. La métrica de la riqueza personal ha estado directamente correlacionada con las hectáreas de tierra que se poseían. Lo primero que hacían los nuevos ricos canónicos era adquirir fincas. En nuestro país, no hace falta irse muy lejos en el tiempo. Basta analizar el comportamiento de los grandes nuevos ricos que se fraguaron en los años ochenta del siglo pasado. Quien no tenía patrimonio terrenal, era un advenedizo. Después, pasando por juicios y cárceles por los tejemanejes utilizados para hacerse con ostentosas fincas, se mostraron como tales advenedizos. Sus tierras no provenían de justos y legales combates.

Tal vez, hoy no sea así, y los superircos de hoy, como Bezos o Gates, siguen otras pautas de comportamiento. Pero, si se analiza el patrimonio de entidades como McDonald o Zara, instalando sus establecimientos en los centros más cotizados de las ciudades, podemos darnos cuenta de que el patrimonio inmobiliario –tierra altamente cotizada- sigue siendo relevante.

La posesión de tierra real sigue siendo un activo patrimonial económicamente muy importante. Pero intentemos ir un poco más allá de los libros de contabilidad e introducirnos en el valor social de la posesión de tierra. Quizá esto nos sirva para dar el salto desde lo real a lo digital y viceversa.

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La tenencia de tierra no solo era un capital que generaba productos, mercancías, servicios o rentas. También ha sido fuente de prestigio y dominio social. El voto censitario, propio de una democracia restringida a unos pocos, ponía el dominio político en manos de quienes tenían tierras. No está claro si esta finca digital da acceso al voto. Al fin y al cabo, se trata aún de naciones por hacerse y autorregularse; pero no parece descabellado pensar que la forma de tener voz –y, tal vez, voto- en tales nuevas sociedades digitales pasa por adquirir algo en ellas. Una tierra como la adquirida puede dar posiciones de decisión relevantes en esas comunidades virtuales.

Adentrémonos un poco más en las lógicas de lo social. Nos cuenta la antropología que, en todas las sociedades, ha habido derroche. Incluso en aquellas que, desde nuestra rica occidentalidad desarrollada, nos parecen que viven en la más absoluta precariedad de recursos. Se queman bienes o se celebran como comunidad, generando un flujo-reparto más o menos festivo de bienes desde los pudientes, los que ponían los bienes a derrochar o repartir para su consumo conjunto, al resto de la comunidad. Es más, se establece una competición entre los poderosos en tal donación de bienes. Veblen se fijó en estos comportamientos descritos por los antropólogos sociales para sustentar la relevancia que tiene la lógica social de la ostentación y el consumo conspicuo, en busca de prestigio, también en nuestras sociedades modernas.

Para poder invertir conspicuamente, el objeto, el bien, ha de tener características especiales, diferenciadoras: cucharilla de plata labrada, como nos cuenta Sombart en Lujo y Capitalismo, o características como, por ejemplo, una buena situación, tal como ocurre en la finca Génesis. Si no se diferenciase de otras fincas, no podría tener un valor distinto. Hay que calificarla, ponerla significantes, aunque sean tan virtuales y sensorialmente alejados como el propio bien.

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La ostentación es una cuestión de significantes, despojados de su funcionalidad. Como señalaba el propio Sombart, no hay mayor ostentación que tener lacayos-sirvientes que no sirven para nada, que hacían de su falta de dedicación y función su funcionalidad. Entramos en la lógica de los comportamientos y gastos sin aparente funcionalidad. Sin valor de uso. Sin vinculación a necesidades. Hay que subrayar que, en Sombart, en debate con su colega Weber, el lujo fue el impulso principal del capitalismo. El de un capitalismo derivado de las aventuras del burgués, al que hoy llamaríamos emprendedor, y no consecuencia del ascético comportamiento dibujado por Weber. Un comportamiento con el que el productor o comerciante se ganaba la confianza de sus vecinos y, sobre todo, proveedores y clientes. Son dos formas muy distintas de explicar el origen del capitalismo.

En Weber, no cabía el lujo en tal origen. En Sombart, la victoria en esas aventuras –navegaciones, grandes viajes, incluso la piratería- exigía significantes, que fuese vista. Necesitaba la ostentación que es como necesitar lo innecesario, dar realidad a la imaginación. Dar realidad a lo virtual. Por ello, el círculo se completaba, pues los productos de lujo, que sustentaban tal ostentación, provenían de lejanas latitudes, como ocurre con las especias.

Nuestra sociedad de consumo está llena de estos comportamientos de ostentación. Puede decirse que los extendió e, incluso, que los democratizó. Casi todos teníamos acceso a un conjunto de objetos sin funcionalidad, a nuestro lujo doméstico y, claro está, domesticado. Un sistema de los objetos que es, siguiendo a Baudrillard, un sistema de significantes, donde el valor de uso (el para qué valen las cosas) e incluso el valor de cambio (el precio de las cosas), quedan como racionalizaciones secundarias, argumentos que niegan su verdadera funcionalidad: la competeción con los otros. Hasta el precio pasa a ser mostrado para subrayar la distinción del objeto que, a su vez, otorga distinción.

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El valor de uso y valor de cambio, lo que proponía Marx en el capítulo sobre El fetichismo de la mercancía, quedan relegados en sociedades opulentas, sin perentorias necesidades vitales. El valor de uso supuestamente vinculado a las necesidades se diluye. En una sociedad donde supuestamente están cubiertas las necesidades vitales, salvo el tener un respirador disponible en tiempos de virus, por ejemplo. Por eso digo supuestamente, sobre los ceteris paribus en los que se construye este modelo.

Como competencia en la ostentación, podemos empezar a racionalizar la compra de la finca Génesis como inversion. Así, otro que quiera ostentar más que yo, pagará por lo que yo he pagado. Esta forma de ostentación tiene incluso sus razones prácticas. Tiene sus racionalizaciones: no pagas impuestos por la posesión, no tienes que realizar obras de acondicionamiento, te evitas la posibilidad de vecinos quejosos y no tiene pagos de comunidad para su mantenimiento.

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No es solo un juego. No es solo evasión o forma de acceso a la propiedad “inmobiliaria” virtual por quienes carecen de posibilidades de acceso a la propiedad inmobiliaria. Es competición: “You work harder because everything is on the line. Your name, your honor, your family, your life”. El orgullo, como subraya Stephenson como colofón de la cita, y la ostentación están, como todo, «on the line”. Está en marcha la primera fase: distinguir los objetos digitales (tierras) por los que otros competirán.

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Javier Callejo
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