Desde que entre septiembre y octubre empezó el curso universitario 2023/24, los distintos centros y facultades no han dejado de ofrecer espacios para que los docentes comprendiesen lo que significaba la inteligencia artificial (IA) en su función educativa. La solidez de los mismos, como especialmente sus tonos y enfoques, eran enormemente variados, como corresponde cuando se abraza un fenómeno que se considera muy importante para el futuro; pero se encuentra aún en estado emergente.
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IA aulas universitarias españolas
Desde el punto de vista de los especialistas en sistemas educativos, de cómo estos crecen, se reproducen y, tal vez, mueren, sería muy interesante un estudio sobre la gran variedad de cosas que se desarrollaba en esos espacios dedicados a la IA y sus consecuencias en la enseñanza universitaria. Todavía se está a tiempo, pues buena parte de los mismos han acabado recientemente; otros, continúan. Otras universidades, algo más a remolque, incluso empiezan ahora. No ha habido desdén generalizado, sino que ha dominado la actuación responsable.
Más allá del encomiable esfuerzo institucional, por enfrentarse a algo que venía destinado a instalarse en la enseñanza universitaria, me interesa aquí reflexionar por su impacto subjetivo en un buen número de profesores. Es difícil generalizar cuando la reflexión viene motivada por experiencias cercanas, pero tiene mucho de sentimiento compartido entre cierto profesorado. Seguramente más presente en los especialistas de materias de Humanidades o Ciencias Sociales, que en los de otras disciplinas; en las generaciones mayores, que en las jóvenes.
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Algo de lo que preocuparse
En principio, cuando aproximadamente hace un año empezaron los primeros escarceos con ChatGPT, se percibió como una fuente más que añadir a la sospecha sobre los esfuerzos de los estudiantes. Los profesores, erigidos en evaluadores y, por lo tanto, controladores de la realidad de tal esfuerzo, veían como una amenaza al mismo, como una especie de arma añadida a las labores de fraude de tal esfuerzo por parte de los estudiantes. Como el paso siguiente al plagio fácil y de bajo coste que facilitaba internet. Es decir, se percibe más como algo de lo que preocuparse, que como una herramienta para desarrollar la docencia.
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Ahora bien, tal preocupación primera puede haber pasado a un segundo y seguramente superficial plano. Ni que decir tiene que los profesores también extendieron su uso de la IA para sus trabajos de investigación y publicaciones. Por supuesto, sin que mediaran malas conciencias por el menor esfuerzo, la mayor eficiencia o el aprovechamiento del esfuerzo de otros, condensado en la valiosa información que escupía la específica aplicación de IA.
El aula rota
Esas manifestaciones de amenaza tenían una proyección en lo que puede denominarse un malestar latente en el aula. Un malestar fijado en imágenes como la de un profesor hablando desde una tarima y un conjunto de estudiantes, sentados en el aula, atendiendo a las pantallas de sus portátiles. Por supuesto, sin conexión entre el contenido de la oralidad -o escritura en la pizarra electrónica- y lo que fija la atención de los estudiantes en sus pantallas. Dos mundos paralelos. Sin puntos de encuentro. El aula absolutamente rota. Ni siquiera en mitades, sino en los múltiples fragmentos de cada emisor-receptor.
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Los profesores empiezan a tomar conciencia de la desconexión. Ya no sólo como desconexión de mensajes, sino como desconexión cultural. Con el aula rota, imposible. Sin significado como espacio en el proceso de enseñanza, les genera una especie de efecto rebote. No es que los estudiantes estén en “otro lado”, sino que son ellos los que se empiezan a sentir en un sitio donde ya no pasa apenas nada. A lo sumo, una palabra pronunciada, un tema apuntado, del que buscarán los estudiantes su desarrollo en la aplicación de IA.
Desconexión generacional
Se trata de una desconexión generacional tal vez mayor que la que se produjo en los años sesenta-setenta. Entonces, la distancia se concretaba en consumo cultural. Ahora, como culturas diferentes. Tal vez por ello, en las universidades españolas se está asistiendo a situaciones que antes eran raras: profesores que se jubilan en cuanto reúnen las condiciones reglamentarias. Hasta hace bien poco, extendían su función al máximo, los setenta años.
En estos momentos, se suceden los que abandonan el aula, en cuanto tienen oportunidad. La carencia de sentido que tiene el aula, tal como es concebida, se proyecta en la autopercepción de falta de sentido de su labor. Pero, sobre todo, la sensación de que se ha establecido una especie de desconexión cultural que se ven incapacitados de superar. Quizá su decisión sea la más honrada, dejando el paso a nuevas generaciones de profesores. Generaciones que ya no sean generaciones del aula.
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